domingo, 7 de octubre de 2012

José Cerdeira: Los recintos parroquiales de Bretaña

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Recinto parroquial de Guimiliau

Predicen los mejores agüeros que, pasado Beltane, los gallegos amigos de la cultura celta nos reuniremos en la Bretaña francesa. Y Bretaña no es un sitio cualquiera. Como Galway o San Andrés de Teixido, Bretaña es un lugar que imprime carácter. Quienes la hemos hollado, nunca podremos olvidarla. Hay algo en ella que nos parece familiar. Cierto, cualquier sitio con lluvia y con  toxos me recuerda a mi tierra. Pero en Bretaña hay algo más, algo que está en el espíritu de las cosas y de las gentes, algo que te engaña y te confunde haciéndote creer que ya habías estado allí anteriormente. Bretaña es uno de esos sitios que no te dejan indiferente. Prepárate porque… Beltane está ya próximo.


La primavera es la mejor época para visitar Bretaña. Es entonces cuando las tierras onduladas de la zona, frecuentemente envueltas en brumas y siempre regadas por lluvias abundantes, se cubren de un verde manto de vida, salpicado aquí y allá por las manchas amarillas de las flores de los toxos y de las xestas. Sus límpidos arroyos de aguas turbulentas zigzaguean hasta formar ríos caudalosos, aunque siempre cortos, y los viejos robles, cubiertos de líquenes y musgo, parecen revivir del largo y duro invierno. Las costas recortadas se hacen mar en una explosión de agua y espuma y las gaviotas, de colores blancos y grises, sobrevuelan los pequeños barcos de pesca en busca de su alimento cotidiano. Bretaña es mar y tierra, verdes y azules fundidos en infinitas tonalidades, húmedos bosques y gente… ¡ah!, ¿nos habíamos olvidado de sus gentes?

Cuando los romanos llegaron a estas tierras, sus habitantes tuvieron que retirarse hacia las zonas más inaccesibles y aisladas. Aquí, como en un preludio de lo que sería las aldeas galas de los geniales Goscigny y Uderzo, resistieron heroicamente la imposición cultural y consiguieron mantener sus viejas tradiciones, sus creencias y su lengua. Siglos más tarde, cuando saxos y anglos desembarcaron en Gran Bretaña y, de este a oeste, se fueron apoderando de la isla, sus habitantes fueron empujados hacia el mar occidental y tuvieron que refugiarse en los finisterres de Escocia, Gales, Cornualles… o embarcarse camino de Irlanda, Galicia (recordemos Britonia, en Lugo) y, sobre todo, hacia el finisterre galo al que bautizaron como Bretaña. Aquí, en estas tierras de acogida, encontraron hermanos de lengua y cultura con los que se fusionaron y con los que formaron una identidad política y cultural, Breizh, que daría lugar al reino de Bretaña, convertido más tarde en el ducado del mismo nombre.

Cuando el viajero recorre los accidentados caminos de Bretaña, se adentra inexorablemente en la vieja cultura celta. Aquí y allá aparecen las grandiosas piedras inhiestas, como el increíble alineamiento de Carnac con sus 2.934 mehires, las antiguas leyendas artúricas, reforzadas por la llegada de los celtas de Gran Bretaña, el amor por sus tierras y sus bosques, la admirable convivencia con la muerte y las cruces de los caminos.

Aunque la Bretaña francesa acabó perdiendo su autonomía política y fusionándose en el poderoso reino franco, su integración cultural nunca fue tan fuerte. Sus difíciles comunicaciones con el continente y la profunda convivencia con el mar a la que le obligaban sus 1.200 kilómetros de costa, le permitieron desarrollar una economía propia que alcanzó su apogeo con el negocio del lino y del esparto, entre los siglos XVI y XVII. Su comercio fue tan importante que, en los siglos mencionados, la lengua bretona era una lengua franca tan importante internacionalmente como el propio inglés o el español. Fruto de esa riqueza generada por el comercio textil fue el engrandecimiento de villas y ciudades que rivalizaron entre sí en la construcción de nuevos edificios y de grandioso y bellísimos monumentos religiosos.

Habíamos mencionado las cruces de piedra en las intersecciones de los caminos. Con la llegada del cristianismo, estas cruces fueron tomando un simbolismo religioso y se fueron acercando a los pueblos y a las iglesias. En sus costados aparecieron las efigies de cristo crucificado y la de su madre, la virgen María, en posiciones diversas como vemos en nuestros viejos cruceiros gallegos. Sin embargo, la riqueza de las villas bretonas las condujo a rivalizar en la grandiosidad de estas primeras cruces que, poco a poco, se fueron convirtiendo en calvarios completos, escenas en las que no sólo aparecía Cristo crucificado sino también los dos ladrones y todos los personajes que la Biblia y la iconografía tradicional mencionan como presentes en el acto de la crucifixión. Nacía así el “enclos paroissial”, el conjunto monumental más típico de las villas bretonas.

Quien no ha visto los admirables calvarios bretones, no ha visto Bretaña. Los conjuntos de St-Thégonnec, Guimiliau, Lampaul-Guimiliau, Pleyben, Commana, Plougastel-Daoulas y tantos más incitan a largas discusiones sobre las cualidades de uno y otro, sobre cual destaca sobre sus vecinos, sobre cual es el más rico y refinado de todos. Pero, antes de iniciar la discusión, demos un somero repaso a los elementos fundamentales de estos conjuntos y a su estructura básica.

Como es lógico, estos conjuntos parroquiales se construyen al lado de una iglesia, la iglesia parroquial, que forma, por tanto, el primer elemento del conjunto. Al lado de la iglesia, en lo que podría ser el atrio, suele haber un pequeño cementerio, con sus viejas tumbas de labradas lápidas de granito. Claro que, al ser el espacio insuficiente, en algún momento tiene que aparecer el osario, el sitio a donde llevar las cenizas de los difuntos cuyo espacio es necesario para los nuevos enterramientos, y que constituye el tercer elemento del conjunto.

Por supuesto, está también el lugar del crucero, aquí sustituido por todo un conjunto de cruces y figuras que forman un “calvario” entero. Los calvarios son una explosión artística de los viejos menhires celtas, ahora fundidos con las cristianizadas cruces de los caminos, que se han convertido en auténticas biblias de piedra para los iletrados de la época. Los personajes representados, a veces más de doscientos, se agrupan sin un orden concreto, más bien a criterio de la inspiración del artista, formando unos grupos abigarrados de figuras entre las que aparecen tanto los personajes bíblicos como los santos locales. Tendremos que repetirlo, quien no ha visto un calvario, no ha visto Bretaña.

Todos los elementos descritos suelen estar rodeados por un muro perimetral que marca el “témenos” o recinto sagrado. Quedan, claro está, los accesos, muchas veces en forma de puertas monumentales que, para marcar la separación con el mundo exterior, suelen ir precedidas de una breve escalinata. Estas puertas, sumamente decoradas, conforman una especie de pasaje al más allá, una conexión del mundo de los vivos con el de los muertos, unos mundos que en ningún lado están tan próximos como en la cultura celta.

Más allá de los pueblos, está el paisaje, un paisaje verde y brumoso, de amplias praderas y angostos caminos. En Bretaña, las montañas son suaves, la ganadería abundante, los bosques umbríos y misteriosos. En primavera, los robledales recuperan su vigor ancestral, y los druidas, con sus hoces de oro, parecen deambular en su espesura en busca del mágico muérdago, recitando antiguos ensalmos de vida y de muerte. En los claros, como hitos de otros tiempos, pueden verse viejos bolos graníticos, a veces de color rosa, y grandes piedras derechas que alcanzan su paroxismo en el extenso bosque pétreo de Carnac.

Ciertamente, la entrada en la Bretaña francesa puede ser equívoca. Al menor descuido, el viajero se cree estar en cualquier finisterre gallego, rodeado de erosionados roquedos graníticos y de lujuriantes bosques de los que parecen salir lamentos de ninfas prisioneras y de espíritus caminantes deambulando en forma de santa compaña. Sí, no hay duda, la Bretaña francesa es un asunto de familia.

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